Hoy 8 de marzo conmemoramos el Día Internacional de la Mujer, fecha en la que vemos un sinfín de publicaciones sobre el poder de la mujer, sus derechos, la importancia de aumentar la participación femenina en distintos ámbitos y su creciente posicionamiento en cargos de liderazgo.

Aparecen una serie de relatos que buscan mostrar el impacto positivo que tiene para el mundo nuestra existencia y participación. Muchos de ellos son muy interesantes y realmente consistentes, seductores, inspiradores, motivadores, y muy ciertos por lo demás, sustentados en la evidencia científica y apoyo en la neurociencia que han hecho mujeres.

Quiero escribir esta columna para honrar nuestra presencia y participación activa donde sea que la ejerzamos: trabajo, amistades, hogar, pareja, equipo deportivo, etc. Considero que esa participación activa es necesaria y valiosa para el desarrollo de cualquier proyecto, iniciativa, organización y meta.

Es necesaria porque ocupamos un lugar donde sea que estemos y es valiosa porque cada una tiene dones y virtudes que necesitan ser puestos al servicio de aquello en lo que estemos involucradas. En este sentido, lo que entendemos por liderazgo es precisamente el resultado de nuestras decisiones y acciones cotidianas que están continuamente generando interacciones, negociaciones, liderazgos y diálogos de múltiples maneras.

Y lo más importante aún: muchas de esas decisiones, acciones, interacciones y diálogos no ocurren sólo hacia afuera y con otros, sino que, sobre todo, con nosotras mismas… Y, a mi juicio, este es uno de los grandes temas que requieren especial atención cuando hablamos de liderazgo y cuando necesitamos avanzar, lograr objetivos, crecer, impactar, influir y sentirnos orgullosas de quienes somos y de lo que hemos logrado.

¿Qué nos decimos a nosotras mismas?, ¿de qué manera nos tratamos?, ¿cuánto nos valoramos y cuánto esperamos que nos valoren?, ¿qué estándar y exigencia nos ponemos a nosotras mismas?, ¿qué es lo último que nos decimos antes de dormir? En el mejor de los casos, son diálogos alentadores, pero en muchos otros son un cerro de autocríticas y críticas hacia todo lo que rodea, que finalmente es la forma de escape y de aliviar la propia frustración interna: criticar el entorno.

En el transcurso de los años me ha tocado estar en distintas posiciones y roles, desde lo social, desde lo laboral y también en lo deportivo, y uno de los mayores aprendizajes (y probablemente el más complejo) ha sido (y sigue siendo) liderar-me para liderar.

Han sido mis propios demonios los obstaculizadores más grandes para crecer, avanzar, lograr y comprender que los escenarios y contextos que vivimos o experimentamos son precisamente la obra de teatro en la que cada una de nosotras está desempeñando un rol, un personaje, y que el control está en realidad en ser capaz de escribir (o reescribir) el guión de la obra en vez de leer “el que nos toca”.

De alguna manera, comprender que toda experiencia está siendo una proyección de mi estado interno y que cada movida que hago es una decisión que me lleva a una determinada acción y a un determinado resultado. El grado de consciencia que tenga sobre ello, define si me convierto en la víctima de la historia, la salvadora, la victimaria o, en el mejor de los casos, la protagonista.

¿Por qué hago referencia a esto? Porque estoy convencida, a raíz de todos los tropiezos, fracasos, logros que he vivido (en lo deportivo y personal) y por todo lo que he podido observar acompañando procesos de coaching y mentoría organizacional, que los más grandes obstaculizadores para el éxito y para ejercer liderazgo son nuestras cegueras, nuestros demonios y nuestras sombras. Muy probablemente todos ellos son el resultado de experiencias pasadas registradas en lo profundo de nuestro inconsciente y que hoy ya están convertidas en un piloto automático que opera transparentemente para nosotras.

¿Qué tipo de cegueras podemos tener y cómo nos hacemos cargo de ellas?

  1. Creer que sabemos pero en realidad no sabemos: por miedo a parecer ignorantes y sentirnos vulnerables (¡pues existe el paradigma de que debemos ser y parecer fuertes!) nos ponemos en un lugar de arrogancia que nos cierra posibilidades de aprendizaje. No pedimos ayuda, no nos apoyamos en otros, no buscamos la colaboración y nos atemoriza decir “no sé cómo hacer esto”. Hemos confundido debilidad con vulnerabilidad y es sumamente importante recobrar el valor de ésta última. Requiere gran fortaleza y mucha vulnerabilidad decir “no sé” en un mundo donde se premia constantemente el logro y la alta competencia.
  2. Ceguera emocional: Incapacidad para detectar, reconocer y comprender las emociones tanto propias como ajenas. Recordemos que las emociones nos predisponen a la acción, tiñendo nuestra conducta y forma de hacer las cosas. Esta ceguera es un hándicap no menor para las interacciones laborales e interpersonales. Tener consciencia de ellas y aprender a gestionarlas nos abre un mundo de posibilidades.

Tener la humildad suficiente para reconocer nuestras cegueras, nuestras incapacidades y nuestra ignorancia nos abre una maravillosa puerta para alumbrar, despertar y cultivar cualidades que nos pueden llevar a ejercer un liderazgo distinto y donde otros pueden ayudarnos en ese camino. Apuntemos a ser siempre aprendices para crecer y convertirnos en eso que aprendemos.

Liderar en tiempos de profundos cambios e incertidumbre requiere de mucha consciencia propia para también generar conciencia colectiva y liderar. El camino de autogobernarse y liderarse requiere de coraje y valentía suficiente para sostener las incomodidades, los disgustos propios y atravesarlos con la humildad necesaria para crecer. 

Estoy convencida que el autoliderazgo es un imperativo para liderar en tiempos de crisis y para aumentar nuestro valor al interior de los equipos y organizaciones. En este Día Internacional de la Mujer, destaco las grandes aptitudes para dirigir e inspirar que tiene la población femenina. Empoderarnos de nuestras cegueras nos acerca más a llenar todos los espacios que podemos beneficiar con nuestro valor y conocimiento.