En el reencuentro con la ficción creada por Vince Gilligan, no hay mucho tramo recorrido desde la conclusión de “Breaking Bad”: Walter White muerto, la policía en cacería y Jesse Pinkman como fugitivo, en esa misma noche que pensamos sería el final abierto para su historia. Pero el cierre definitivo para el personaje de Aaron Paul es lo que aquí nos convoca.

A diferencia de lo que pasa con otras series, en que se forzaron cosas para ampliar las tramas, incluso después de ponerles una lápida; en “El Camino” todo se siente más natural. Los sucesos fluyen tal como si estuviésemos viendo el tramo final que nos mantuvieron oculto, como si no hubiesen pasado seis años.

Pero pasaron y se notan al menos en el envejecimiento de los actores. Si no te repetiste el final ayer o a días de ver esta película, eso no será mayor problema; pero si lo hiciste, probablemente las arrugas y un par de kilos más, ciertamente te peguen al apreciar la continuidad. Aunque no es nada dramático. Las gesticulaciones, la impronta de los personajes, con su luminosidad y, sobre todo, su oscuridad, siguen ahí.

Gilligan se las arregló para armar un pequeño thriller que responde, al mismo tiempo, tanto a la inevitable colisión que significan las consecuencias del tráfico de drogas, como también a la complejidad psicológica de los involucrados, que se sigue reforzando con silencios, miradas o diálogos exactos, en el momento preciso. Lo suficiente para entender. Siempre con el complemento de una fotografía única, que embellece tomas generales como de detalles. Hay un plano cenital maravilloso y un claroscuro debajo de un colchón, que valen cada peso que le pagamos a Netflix en la suscripción.

El filme puede ser un capítulo de larga duración, y funciona. O la unión de dos episodios con un sólo arco resolutivo; funciona igual. De hecho, hay dos partes evidentes en el recorrido. Pero insisto: todo fluye. Ahora, si aporta mucho más o altera la historia, esa ya es otra discusión. Los fans nunca quedarán conformes.

“El Camino” se mantiene en la senda cultivada a través de cinco temporadas, en ritmo, diálogos, suspenso y estética visual. Es un abrazo de nostalgia justo, que no abusa de sus recursos ni daña el intocable legado de una serie gigantesca.